Giro de cortesía solsticial

Voy a traer mi comida —digo, Bella comienza a contar su mentira de irnos a Jacksonville y yo voy directo a las bandejas para servirme comida.

Hola —dice con una sonrisa cerrada y deslumbradora. Y yo me siento como mami queriendo sonreír tensamente y decirle que no moleste.

Y me preguntaba si te interesaría ir con nosotros a la playa. Sí, lo lobos, el tratado ¿es qué no te enteras Isabella? No me di cuenta, pero en ese momento mis gestos hablaban y mis pensamientos iban de compañía, Edward sonrío leve al verme, casi soportando la carcajada.

Entonces recordé que lee mentes. ㅤ ㅤ ㅤ ㅤ ㅤ Llegamos a la Push. Mike, Eric y Jess se cambian para ir a surfear, los hubiese seguido, pero el que me guste al mar no significa que sepa nadar, me gusta ver las olas y ese paisaje.

Estaba en mi mundo cuando escucho una voz familiar, veo a Jacob junto a otros dos chicos igualmente con el cabello largo, supongo que es moda aquí. Una imagen silenciosa aparece en mi mente, Bella iba tomada de la mano con un chico cabello negro y corto, se veía fuerte y ambos caminaban por la playa, pestañeé varias veces para volver a la realidad.

Jacob junto a Bella comienzan a apartarse y sé que Jacob contará la historia del tratado, en vez de preocuparme por ello solo me quito los zapatos, calcetines y subo mis jeans para mojar mis pies en la orilla del mar.

La sensación de que todo se mueve menos yo me da calma, sonrió al ver el agua, es una pena que se vea gris como el cielo. Tras unos minutos regreso a la furgoneta y espero a que mis pies se sequen para ponerme los calcetines, Bella llega sola y frunciendo su entrecejo, algo le molestaba.

Premios Watty Community Happenings Wattpad Ambassadors. El propio carácter dinámico de las celebraciones no permite hablar de una autenticidad originaria, menos todavía si recordamos que las celebraciones religiosas más antiguas se retrotraen en su origen a calendarios agrícolas acción de gracias por las primeras cosechas o las primeras crías, el tiempo de la siembra, el sol naciente después del solsticio de invierno No les faltaría razón, efectivamente, en lo referente a su origen.

Como explica Gelpi, Jesús no nació el 25 de diciembre: «Ni siquiera el dato que da Lucas al principio del capítulo 2 de su Evangelio, describiendo a unos pastores con su ganado pernoctando al raso, parece encajar con el invierno de la estepa de Belén », apunta la teóloga.

Para que esto ocurriera, debieron darse una serie de circunstancias sociales, políticas y teológicas que únicamente podemos apuntar, con la retrospectiva que permite la Historia». Se libra la batalla hoy, sobre todo, en el campo de los símbolos, de las representaciones. Así aparecen los belenes laicos.

Serían estos, pese a la falta de consenso en la definición —e incluso de definición misma— representaciones navideñas, con perdón, alejadas de la estética del tradicional pesebre y con un sentido, por lo tanto, desconocido e inteligible.

Podría parecer, pues, casi abiertamente una burla, una sátira. Las iluminaciones se vuelven abstractas, los árboles se deconstruyen, los Reyes Magos se disfrazan de no se sabe muy bien qué —nunca te lo perdonaremos, Carmena—, las cabalgatas devienen en sambódromo invernal … El progresismo neopuritano, adanista y concienzudo, borra —lo intenta, al menos— toda huella de nuestro pasado.

Pero no son estos los primeros ataques a la festividad navideña a lo largo de la Historia. También durante la Revolución Francesa, y ni que decir tiene, de la Rusa , estuvo su celebración bajo el acecho de las autoridades».

Pero sobrevivió a todo avatar, llegando hasta hoy. La clave para el retorno de esta celebración religiosa, además del fundamental apoyo popular, estuvo según Gelpi en el giro hacia la familia que se da a partir de la época victoriana, en la que se adoptaron la mayor parte de los rituales que seguimos ahora, incluida la idea de consumo, que Coca-Cola completaría con el calco de San Nicolás en Papá Noel.

La cuestión entonces, tal y como parece plantearse, es si hoy, en una sociedad con cotas de fe bajo mínimos, tendrían sentido rituales como la Misa del Gallo, los cantos navideños, las copiosas comidas y cenas, los regalos recíprocos innecesarios, las desmesuradas y costosas iluminaciones callejeras, las ñoñas películas en familia, el sorteo del Gordo, las ineludibles cenas de empresa, las promesas de año nuevo Su carácter sostenido y de repetición permite al sujeto reconocer el suceso e identificarse como copartícipe de la comunidad de iguales.

Pero considero que Han no se da cuenta de que esa cohesión y sostenimiento de instituciones no tiene por qué ser en sí misma buena. Los rituales de sacrificios humanos en la época Maya Clásica o la teatralidad ritual de los desfiles nazis no son nada deseables aún cuando otorgan cohesión al pueblo, legitimidan a las instituciones y da razones identitarias a los sujetos que no son víctimas».

Aquí entran en juego los principios teológicos, aunque la fe se haya desvanecido o, si lo preferimos, la proyección de valores antropológicos, como desvelara Feuerbach.

En el caso de la Navidad, el nacimiento de Jesús supone el primer estadio de la redención, del restablecimiento de la gracia repartida para todas las criaturas humanas, sin distinción; de la inclusión en la mesa de los niños, la reconciliación con los semejantes, del deseo de una vida nueva y de la satisfacción de la fiesta, la música y el consumo como anticipación del cielo Es decir, de la constante búsqueda de la felicidad universal de los seres humanos.

No se me ocurre mejor motivo para seguir celebrando la Navidad que mantener vivo ese deseo».

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Solsticio de Invierno - Unai Goikoetxea

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Por eso, siempre que el trabajo se lo permitía, Ander volvía a casa cada mediodía para comer algo rápido y pasar un buen rato paseando a su perro. Se había convertido en un hábito terapéutico, una válvula de escape que siempre lograba aliviarle de la presión del trabajo y, sobre todo, de sus demonios internos, que aparecían en cualquier momento y ante cualquier circunstancia desencadenante.

En esas ocasiones en las que el mundo parecía tornarse en un lugar lúgubre y amenazante, a Ander le bastaba con mesar el pelaje de Gorritxo o acariciarle el hocico para ahuyentar los malos espíritus.

Había dedicado toda la mañana a redactar los informes necesarios para facilitar la transferencia de los expedientes que su grupo tenía abiertos con anterioridad a la aparición del cadáver en Olabeaga.

Miró el reloj, ya eran las tres y media; hora de devolver a Gorritxo a casa. El camino estaba embarrado, la gravilla, la tierra y la hierba salvaje se entremezclaban en un amasijo húmedo y resbaladizo.

La niebla matutina se había disipado y la extensión de la explanada se mostraba en todo su esplendor. Una campa los suficientemente grande como para que cientos de bilbaínos pudiesen disfrutar de ella sin necesidad de molestarse los unos a los otros o para que se pudiera celebrar en ella, una vez al año, un macro festival con capacidad para cuarenta mil asistentes.

Ander reclamó la presencia del perro con dos fuertes silbidos y emprendieron el camino de vuelta a casa. Cuando enfilaban su calle se cruzaron con Hermenegildo, un vecino octogenario de salud de acero.

El hombre salía todos los días a caminar veinte kilómetros. Bonito día para ir a por caracoles, ¿verdad? A mi cuenta, ¡agur! Ander le observó mientras le dejaba atrás a buen ritmo, balanceando hipnóticamente con sus pasos cortos, pero constantes, el palo de acebo que utilizaba a modo de apoyo; vistiendo los mismos pantalones vaqueros cortos que llevaba tanto los días más tórridos de verano como las más frías jornadas invernales.

Admiraba el tesón y la fortaleza de ese hombre. En secreto, deseaba que le pudiese contagiar un poco de esa vitalidad, ya que en más de una ocasión se preguntaba cómo estaría él a esa edad, y siempre llegaba a la misma conclusión: él no vería los ochenta años.

La sala de investigaciones del Grupo 4 era un lujo que se le había concedido a Ander como líder del grupo puntero de la División de Investigación Criminal. No se reparó en gastos para equiparla con los mejores equipos informáticos del momento. Ander entró en la sala cabizbajo, pensativo, con la imagen de la víctima aún impresa en el envés de sus párpados.

Encaminó sus pasos hacia la mesa de reuniones que ocupaba la mitad de la sala. Una gran pizarra magnética blanca ocupaba por completo la pared más próxima a la mesa a la que ya aguardaban, sentados, los restantes miembros del grupo.

Ander dejó caer con estrépito la carpeta del expediente del caso sobre la mesa y tomó asiento. Porque yo la he consumido redactando informes. Muy bien — continúo mirando fijamente a sus compañeros mientras elevaba ambas cejas a modo exhortativo— ¿quién empieza?

Gardeazabal se aclaró la garganta y empujó hacia el centro de la mesa una bolsa de pruebas. La bolsa contenía una elegante cartera azul de cuero repujado de buena factura. Mientras estaba charlando con una vecina, me he fijado que un hombre pasaba junto a mí, volando sobre una bicicleta oxidada, invadiendo la parte contraria de la calzada.

Rápidamente me he subido al coche y, pisando a fondo, le he dado alcance al final de la carretera, en el muelle Sirgueras, justo antes de que entrara en el bidegorri[2]. El muy gañán se ha asustado al ver que el coche se le echaba encima.

Debió pensar que le iba a atropellar porque viró el manillar con tanta fuerza que perdió el control de la bicicleta. Afortunadamente acabó chocando contra una farola y, entre ésta y las barandillas del paseo, le salvaron de un chapuzón seguro en la Ría.

Gardeazabal hizo una pausa sacudiendo la cabeza mientras sonreía. Estaba claro que el chute de adrenalina que le había proporcionado la persecución le había alegrado la mañana.

Una cartera de cuero azul. Como era de suponer, dentro no había nada de valor, pero sí que conservaba el documento de identidad —sacó la cartera de la bolsa y extrajo un DNI del interior— Gloria Redondo, cuarenta y cinco años, vecina de Amorebieta.

Ander se levantó y cogió el documento de identidad. El rostro serio, adusto, de una mujer de mediana edad miraba frontalmente al objetivo con los ojos fruncidos de una miope. Le corrió un escalofrío al percatarse de que esa cara definida que tenía entre sus manos pudiera corresponder al amasijo informe de piel, sangre y huesos que el día anterior reposaba contra una farola del embarcadero de Olabeaga.

Sí —dijo Gardeazabal categórico. Puede que el asesino se deshiciera de ella en ese lugar. Pero, en mi opinión, lo más relevante es que Gloria Redondo está en la lista de personas desaparecidas que ha confeccionado Arregui —dijo Gardeazabal, pasándole el testigo al agente.

El marido de Gloria Redondo denunció la desaparición de su esposa hace tres días. Se la vio por última vez el día 18, a las ocho de la tarde, saliendo de su centro de trabajo en Orduña —dijo, rascándose la cabeza. Iban Arregui era un policía atípico. Sociólogo de formación, una vez que tuvo el título bajo el brazo trató de labrarse una carrera profesional en ese campo.

Incluso llegó a abrir, junto a tres compañeros de carrera, un gabinete sociológico. Lamentablemente, la cruda ley del mercado les lanzó un baldazo de agua helada que les hizo poner los pies en el suelo.

Una vez asumida la triste realidad, Arregui decidió opositar a la Ertzaintza. Sacó la plaza en la primera convocatoria a la que se presentó.

Ander observó la foto del DNI, pensativo. Luego su mirada pasó a la pared de cuyo extremo colgaba la foto del cadáver tomada en la escena del crimen. Aunque fuera ella, no la reconocería ni su propia madre.

Arregui, pásate por el domicilio de Gloria y habla con el marido. Dile la verdad. Comunícale que su mujer ha podido ser asesinada y que necesitamos una muestra de ADN para hacer un análisis comparativo. Ya sabes, cepillo de dientes, peine, cualquiera de ellos nos valdría.

Arregui se retorció nervioso en la silla y asintió. En los últimos años de la treintena, el agente era un hombre curtido tras varios años asignado a Seguridad Ciudadana. Notificar un posible fallecimiento de un familiar, sin embargo, era harina de otro costal.

Ander era consciente de que era uno de los tragos más amargos al que un policía tenía que enfrentarse. Gardeazabal encogió ligeramente los hombros y negó con la cabeza. Estrechó los ojos resaltando aún más sus pobladas cejas negras y resopló hondamente.

Él asegura que se encontró la cartera esta misma mañana, cuando buscaba chatarra entre la maleza. Asegura que pasó la noche del crimen en el albergue municipal de Elejabarri. Luego me pasaré por allí a comprobar los registros —dijo Gardeazabal. De todos modos, no te des demasiada prisa; quiero que el detenido… ¿cómo se llamaba?

Mañana, si su coartada se confirma, pasaré a interrogarle antes de darle puerta. Quizás la noche en blanco le sirva para recordar algún detalle más acerca de la cartera. Gardeazabal tomó notas en su pequeño cuaderno de espiral del que nunca se separaba.

Algunos compañeros de la comisaría le tomaban el pelo por esa costumbre suya. A sus espaldas se referían a él como el Estudiante. Obviamente, ninguno era tan ingenuo como para decírselo a la cara, de lo contrario corrían el riesgo de terminar sin alguna pieza dental.

Por lo demás, Gardeazabal ignoraba las chanzas que pudieran hacerle al respecto. Su cuaderno le servía de faro, hacía las veces de agenda y de diario. Cada noche, antes de acostarse, se imponía la rutina de revisarlo para asegurarse de que no hubiera descuidado ninguna tarea y también para planificar los quehaceres pendientes.

A un observador objetivo podría llegar a sorprenderle esa costumbre en un hombre aparentemente tan rudo como él. Pero así era Pedro Gardeazabal, una auténtica caja de sorpresas.

El 94 correspondería a Bizkaia y el resto serían parte de los siete números restantes —dijo Alday, apartándose un mechón que le cruzaba la frente. Sacó un listado de varios folios llenos de números de teléfono y lo situó en medio de la mesa.

Son cientos, literalmente. Los he llamado a todos. Como era de esperar, muchos no han contestado. En el listado he marcado únicamente aquellas llamadas que han tenido respuesta. Gardeazabal le dio una palmadita en la espalda a Alday.

Todas las respuestas fueron negativas. Ellos me iluminaron. Estábamos de acuerdo en el hecho de que el número tenía que ser el final de una serie, que no podía estar encastrado en un número más largo porque, de lo contrario, las opciones serían demasiado numerosas. Lo cual no sería coherente si la pretensión del asesino es, precisamente, establecer una comunicación con nosotros.

Ander se levantó y se dispuso a servirse un café solo de la cafetera americana que tenían sobre un anaquel en el que estaban dispuestos tazas, vasos, paquetes de café, saquitos de distintas variedades de té, azúcar, sacarina y todo aquello que ayuda al buen policía a aguzar el ingenio.

Torres piensa que aún es pronto para aventurarnos con la hipótesis de un asesino en serie. Como buen purista, y siguiendo la ortodoxia de la teoría criminalista, no estará dispuesto a colgarle esa etiqueta hasta que acumulemos tres cadáveres.

Soy consciente de ello; sin embargo, todas las evidencias nos indican que el asesino volverá a actuar pronto —sopló dentro de la taza, propulsando el vapor del café hacia el resto del equipo—. Continúa, Alday. Sus compañeros le observaban expectantes mientras él tomaba una carpeta beis que tenía a su lado y sacaba de su interior un par de folios mecanografiados.

En la era digital en la que todos los informes se imprimían mediante impresoras láser, resultaba tan llamativo como anacrónico encontrarse con documentos redactados con máquina de escribir. Un expediente de Concretamente, el expediente Ander tomó los folios y comenzó a ojearlos.

Un caso sin resolver; el expediente de una desaparición— concluyó a media voz. Una sombra de honda tristeza dibujó el rostro de Ander que miró hacia la foto de la víctima y luego hacia la taza de café que sostenía entre las palmas de la mano. Le gustaba sentir su calor intenso; le traía recuerdos de la infancia, de una taza de leche recién calentada a la lumbre, de la sensación de seguridad que ese calor le infundía y de la gente con la que compartía esos sentimientos en la cocina del caserío.

Sus compañeros callaron, conscientes de las atribulaciones del inspector. En , Enara, la hermana de Ander, desapareció sin dejar rastro. En aquel entonces, él era un joven policía que, tras varios años en el cuerpo, en logró un traslado a la división de investigación criminal.

Un año después del traslado desaparecería Enara. Ander rogó a su superior para que le permitiese tomar parte en la investigación, pero éste se negó rotundamente al entender que Ander estaba demasiado implicado emocionalmente.

Entendió que sería más una carga que una ayuda en el caso. A pesar de todos los recursos utilizados en la búsqueda, Enara no apareció. El caso fue cerrado. No importaban los años transcurridos. Los rescoldos de la honda amargura que le supuso ser apartado del caso aún perduraban.

Desapareció una noche mientras regresaba a casa de clase de inglés. La desaparición fue denunciada ante la policía municipal de Portugalete por sus padres la misma noche en la que ocurrió.

El agente de guardia, identificado como AB, les indicó que tenían que esperar veinticuatro horas desde la desaparición para poder tramitar la denuncia— hizo una pausa—. Lástima, se perdieron veinticuatro horas preciosas. Vitales —dijo, con la mirada perdida en algún punto irrelevante de la mesa.

Ninguna pista, ninguna nota, ningún rastro que seguir. Fue como si la tierra se la hubiera tragado —dijo Alday—. No me puedo ni imaginar el calvario por el que habrá pasado su familia durante todos estos años —dijo mirando empáticamente a su jefe.

Ander cogió el DNI de Gloria y lo sostuvo junto al expediente de Celia. Busquemos cadenas de causalidad —dijo Ander—. En , Gloria tendría prácticamente la misma edad que Celia, quizás se conocieran. Preguntaremos a los padres de Celia, a ver hasta dónde nos lleva esta pista.

Gardeazabal carraspeó en su asiento. Si no ilumina bien el camino, puede hacernos perder mucho tiempo y recursos en una búsqueda que, perfectamente, podría no ser más que una cortina de humo, una trampa dispuesta por el propio asesino para hacernos dar vueltas sin rumbo. Quizás su único objetivo sea reírse de la policía, después de todo.

Nuestra labor consiste en convertir la incertidumbre en certidumbre, la duda en certeza, pero para ello, nos tenemos que mover. Tenemos que multiplicar nuestros esfuerzos. El reloj de arena continúa vertiendo su contenido; cada grano pesa.

Por lo tanto, a partir de mañana, Alday, tú te quedas al mando en la comisaría coordinando comunicaciones, peticiones de informes, órdenes judiciales, en definitiva, todo el ámbito administrativo. Gardeazabal, Arregui y tú iréis juntos. Yo me moveré solo, ¿de acuerdo?

Todos asintieron y Ander continuó hablando. La nota que dejó el asesino en la boca de la víctima no nos dice gran cosa. A primera vista parece una justificación que el asesino entiende suficiente para cometer el crimen.

En cuanto a la firma de H9, parece que es el modo como se quiere dar a conocer al mundo, por lo que, a partir de ahora, nos referiremos a él con ese sobrenombre.

Al menos hasta que lo atrapemos y desvelemos quién se oculta tras la firma. Movámonos, compañeros. Ander tomó un clasificador nuevo y comenzó a montar la carpeta del nuevo caso. Se desplazó hasta su mesa, una amplia encimera de madera de haya repleta de informes y material de oficina.

Rebuscó entre éste y sacó un rotulador indeleble de punta gruesa. Giró el clasificador y escribió un H9 mayúsculo en su lomo. Ander aparcó el coche en la plaza de garaje que poseía en el aparcamiento municipal situado bajo la plaza de La Casilla.

Tras finalizar el turno se había pasado por el gimnasio de la comisaria a descargar la rabia contenida. Al cabo de una hora de ejercicio intenso, estaba rendido. Se duchó y se quedó sentado, junto a la taquilla, hasta que el último de sus compañeros hubo abandonado el vestuario.

Fantasmas del pasado reaparecían en su vida. Estaba viviendo un déjà vu. La desaparición de Celia Gómez se produjo del mismo modo que la de su hermana. La única diferencia residía en que, en el caso de Enara, él no esperó a que pasaran veinticuatro horas para iniciar la investigación.

Echó mano de todos los recursos a su alcance para tratar de rastrear los últimos movimientos de Enara. Habló con todas sus amigas; con su novio; con el gimnasio donde hacía aerobic lugar dónde se le vio por última vez ; con los propietarios de los comercios que se encontraban en la ruta de regreso a casa que ella realizaba habitualmente.

No hubo piedra que Ander no removiese. Pero todo fue en vano. Sus esfuerzos no obtuvieron ningún resultado, únicamente, una reprimenda de sus superiores por haber puesto en marcha todo el dispositivo y haber dispuesto de recursos materiales y humanos de la policía autónoma sin su autorización.

Los tres años que sucedieron a la desaparición fueron sus años más oscuros. Los años del pozo, los llamaba. Comenzó a beber más de la cuenta y su conducta se radicalizó. Le abrieron dos expedientes por uso excesivo de la fuerza.

El tercero le habría supuesto la expulsión. Recordando esos momentos con la perspectiva que le brindaban el paso del tiempo y la madurez adquirida, Ander entendía que sus jefes se habían portado muy bien con él. A pesar de discrepar con ellos por el hecho de que le apartaran de la investigación, al final fueron lo suficientemente empáticos como para entender su reacción.

Salió a la superficie por las escaleras que daban a la entrada principal del pabellón de La Casilla, antigua sede del equipo de baloncesto de la ciudad. Ander aún recordaba los vibrantes momentos de baloncesto compartidos con su padre en los partidos del gran Caja Bilbao de Kopicki y compañía.

En momentos tan duros como aquél, esos recuerdos archivados en algún compartimento amable de su cerebro, le producían una agradable sensación de felicidad.

La emoción de volver a casa, donde quien te quiere te espera con los brazos abiertos y un plato de comida sobre la mesa. Carmelo Crespo, el padre de Ander, vivía junto al pabellón, en la calle Zugastinobia.

Una calle de extensión mínima, de apenas cien metros de longitud, pero que representaba un oasis para una de las figuras más auténticas del Bilbao del siglo XX: el chiquitero. Los chiquiteros eran bebedores sociales que, habitualmente en cuadrilla, solían recorrer, cual devotos en procesión, los bares y tabernas que engalanaban las calles más castizas de Bilbao.

Solían beber el chiquito, consistente en un vaso de cristal chato apenas llenado con dos o tres dedos de vino cosechero. Los chiquiteros eran todo un icono en Bilbao. No fue por azar que Carmelo comprase su vivienda en ese lugar.

Ander hizo un barrido por los bares en busca de su padre. En medio de la ruta habitual se encontró con Txus Landabaso, compañero de cuadrilla de su padre. Txus le comentó que esa tarde su padre no había bajado. Ander aún conservaba un juego de las llaves de casa, así que subió directamente sin tocar el timbre.

Subió de dos en dos las escaleras de madera de la casa centenaria hasta alcanzar el cuarto piso. Tocó el timbre, sin respuesta.

Ahora sí que se estaba empezando a preocupar. Entró en la vivienda. Las luces de la entrada y del salón permanecían apagadas, sin embargo, un tenue haz de luz se vislumbraba a la vuelta de la esquina del largo corredor en forma de ele.

Ander se precipitó por el largo pasillo que conectaba el recibidor con la cocina. El resto de las estancias de la vivienda se abrían a ambos flancos, al estilo de la viviendas antiguas, con dos estancias orientadas al exterior y el resto a patios interiores.

El pulso de Ander se aceleró al ver que la luz procedía de la habitación de su padre. Ander se encontró a su padre a medio vestir, mirándole con expresión de perplejidad.

Tenía puesta una camisa blanca a rayas verdes y unos calzoncillos grises. Acabo de estar con Txus. Me ha dicho que hoy no has bajado a tomar unos potes. Ander miró a su alrededor. Ambas puertas del armario estaban abiertas, así como todos los cajones interiores.

El caos que mostraban los cajones evidenciaba que la búsqueda de su padre no había obtenido fruto alguno. Todos los días quedas a las siete con Txus, y el resto de la cuadrilla que no padece cirrosis, para tomar unos tragos por el barrio.

Mira que pintas llevo; no tengo ni los pantalones puestos. Carmelo se le quedó mirando con los ojos acuosos muy abiertos. Su mirada ausente, tratando de recordar. Últimamente me ha sucedido más de una vez.

Me pasa que no encuentro el azúcar, la sal, las llaves. Pero al final siempre acababan apareciendo. No le gustaba ver a su hijo preocupado. Hacerle feliz se había convertido en su gran obsesión en la vida. Mañana mismo vamos a ver a tú médico de cabecera —dijo Ander tajante.

Pero si lo único que sabe hacer es recetar ibuprofeno o paracetamol aleatoriamente, sin despegar el culo de su silla —dijo Carmelo.

Ahora mismo voy a cogerte cita previa por internet —dijo Ander agarrando el móvil. Se dirigió hacía el armario y se volvió a poner el pijama, dejando cada prenda de calle en su respectiva percha.

Ander, que observó atentamente los movimientos de su padre en busca de algún tipo de vacilación, respiró más tranquilo al comprobar que toda la secuencia fue ejecutada con normalidad.

Carmelo se acercó a su hijo y le pasó el brazo por el hombro. Prepararé tu cena favorita, tortilla de patatas con pimientos verdes. Capítulo 3 Viernes 22 de noviembre de María, vamos con los titulares de la jornada Miren apagó la radio y quitó el contacto del coche. Llevaba dos días obsesionada con el asesinato de Olabeaga.

No lograba quitarse de la cabeza esa imagen del cadáver apoyado contra la farola en un entorno de quietud y de realidad suspendida. El graznido de las gaviotas, el impacto de la lluvia contra el agua y su respiración agitada fueron los únicos sonidos que rompieron el hechizo entonces.

Después de ese día, Miren trató de informarse sobre los avances en la investigación, pero en su comisaría nadie sabía nada. Los periódicos se habían hecho eco de la noticia con más sensacionalismo que información contrastada.

El bramido de un claxon la sacó de su ensimismamiento; había entrado en la calzada sin percatarse de la presencia de un automóvil. Tras la ventanilla nublada por el vaho, el conductor se desgañitaba agitado en una serie de aspavientos coléricos. Miren se limitó a levantar la mano en señal de disculpa y cruzó la calle, camino de la comisaría.

La nueva comisaría central de Bilbao estaba situada cerca del amplio bulevar de Jardines de Gernika, en el barrio de Miribilla. Era un edificio de fachada polimórfica, asimétrica, que se eleva cuatro alturas. Incluso entre la niebla matinal resaltaba su diseño innovador y la piel de la fachada construida con finas capas de aluminio que a Miren siempre le recordaban a los táperes cubiertos con papel albal de su nevera.

La comisaría fue inaugurada en marzo de , tomando el relevo a la antigua de Garellano. Más de ochocientos agentes de la policía municipal fueron desplazados a esta nueva ubicación, junto con el cuerpo de bomberos y el servicio de ambulancias de Bilbao.

Fue todo un acontecimiento. La sala de agentes estaba caldeada. El ir y venir constante de agentes y ciudadanos, unido a la elevada temperatura de la calefacción central, golpeaban al recién llegado con la misma fuerza que el mejor gancho de Kerman Lejarraga.

Hacía falta tomar aire para aclimatarse al cambio. En esas estaba Miren cuando se percató de que su compañero Gorka Elizegi alzaba el cuello desde un escritorio cercano y le hacía indicaciones para que se acercara.

Creo que es la mujer de siempre. La cuestión es que ella ya sabe que el tema está en manos de la Ertzaintza, que excede a nuestras competencias. Sospecho que estas visitas se han convertido más en un acto terapéutico que otra cosa—dijo Miren observando el pasillo—.

Sabe que yo la escucho y, después de la charla, vuelve a casa con la sensación de que está haciendo algo por encontrar a su marido. Gracias, Gorka —le dio una palmada en el hombro y se dirigió hacia la sala de espera a encontrarse con Teresa Garrido.

La mujer se presentó por primera vez en la comisaria de Miribilla a finales de julio. Ese día coincidió que Miren estaba destinada a atención ciudadana para cubrir la ausencia de otro compañero, por lo que fue ella la que tramitó la denuncia por desaparición del marido de Teresa.

Carlos Bonaparte, que era como se llamaba el marido, era profesor de la Escuela de ingenieros de Bilbao. El día de su desaparición había acudido con normalidad a su trabajo. Era su último día antes de coger las vacaciones de verano. A las tres y media abandonó su despacho y se despidió de sus colegas hasta la vuelta de las vacaciones.

No se volvió a saber nada más de él. Miren tramitó la denuncia y ésta paso a manos de la Ertzaintza. Pero transcurrido un mes, Teresa volvió a la comisaría de Miribilla a hablar con ella.

Siempre le decía que era la única persona que la escuchaba, que había estado acudiendo a la policía autónoma cada día a preguntar por su marido y que, al final, a la vista de la falta de empatía que últimamente percibía en los inspectores asignados al caso, decidió dejar de hacerlo.

En esa nebulosa de angustia y ansiedad en la que se había convertido su vida, sentirse escuchada significaba muchísimo para ella. Conocedora de la rutina de Teresa, Miren contactaba cada jueves con desapariciones de la Ertzaintza para preguntar si había habido algún avance o novedad en la investigación.

La respuesta siempre era la misma. Ningún avance. Por lo que, todos los viernes, Miren tenía que acudir, con su actitud más comprensiva y conciliadora a donde esa pobre mujer para confirmarle, básicamente, que no había ninguna novedad con respecto a la desaparición de su marido.

Cuando vio entrar a Miren en la sala, Teresa se levantó como un resorte de su asiento y se le acercó con la mano extendida. La asimetría de su peinado mostraba que Teresa había tratado de recomponer con la palma de la mano el caos creado en su larga cabellera morena por el viento cambiante matutino de Bilbao.

Miren observó que las ojeras azuladas iban profundizando sus surcos bajo los delicados ojos marrones de la mujer. Estaba muy pálida y cada vez le sobresalían más notoriamente los pómulos. Era una mujer hermosa con el sufrimiento cincelado en su rostro.

Se dieron la mano e, instintivamente, Teresa acabó estrechando a Miren en un emotivo abrazo. Temía que el dique de contención emocional de la mujer se quebrase antes de lo habitual. Hace semanas que no lo buscan, ¿no es cierto?

Un nudo opresivo se formó en la garganta de Miren. Desde luego que la búsqueda de su marido había pasado a un segundo plano para la policía autónoma. Se había convertido en una orden de búsqueda inter policial más. Ambas lo sabían. Pero en ocasiones, la verdad no genera más que caos y ruina.

No pierdas la esperanza, Teresa — contestó Miren—. Ya sé que es fácil decirlo porque a mí no me afecta directamente, pero la policía le sigue buscando, su foto está colgada en el listado de personas desaparecidas de larga duración en la página web de la Ertzaintza, y todo el resto de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado están sobre aviso.

Teresa emitió un chasquido de desagrado con la lengua y negó con la cabeza. Parecía que yo fuese la culpable de la desaparición de mi marido. Me conozco ese discurso a la perfección: que si en Euskadi se denuncian diecinueve desapariciones a diario; que si la gran mayoría se resuelven; que si, en ocasiones, las personas quieren desaparecer, etc.

Miren no la replicó porque, en el fondo, sabía que Teresa tenía razón. Al final, pasados unos días sin noticia del desaparecido, la investigación llegaba a un punto muerto, se enfriaba.

En muchas ocasiones, el caso moría. Miren la agarró amablemente por los hombros. Ese era el momento en el que Teresa se derrumbaba; en el que abría las esclusas de sus emociones.

La mujer comenzó a llorar desconsoladamente fundida en otro largo abrazo con Miren. Al cabo de cinco minutos, la agente volvía a su escritorio. Junto a su silla, erguido como si fuera el jinete de una estatua ecuestre, se alzaba el suboficial Otamendi.

Quiero que acudas a ella. Sé puntual. La mañana estaba cumpliendo con creces las expectativas: la que prometía ser una matinal agitada, se había confirmado, en la práctica, en una matinal frenética. Después de cenar en casa de su padre, Ander regresó pronto a la suya para organizar las tareas del día siguiente.

No consiguió conciliar un sueño profundo. Por eso, tras pasarse horas dando vueltas sin encontrar la postura ni la calma necesaria, optó por levantarse. La luna, que aparecía y desaparecía detrás de cúmulos de nubes bajas transitando a gran velocidad, vigilaba, menguada, el sueño de la urbe bilbaína.

Ander bajó a la cocina y sacó a Gorritxo a la calle. La niebla aún no se había disipado del alto de Kobetamendi.

El frío era intenso. En las inmediaciones no se oía más que el ladrido ocasional del perro de algún vecino y el quejido del búho o cualquier otra ave nocturna.

Mejor así, pensó Ander que apreciaba el efecto del ambiente invernal para refrescar sus ideas cuando éstas no llegaban con claridad. Después se fue a la comisaría de Deusto. La noche anterior había recibido la llamada de Gardeazabal. El inspector había acudido al albergue de Elejabarri para ojear el libro de registro.

Retrocedió hasta la noche del 19 y, efectivamente, allí estaba apuntado el nombre de Gorka Blanco. Gardeazabal cuestionó al conserje del albergue municipal sobre la posibilidad de que un usuario que estuviera registrado en la lista pudiese escabullirse, pasar la noche fuera.

La negativa del hombre fue tajante. Se hacia recuento en todas las plantas, habitación por habitación. Después se cerraban las puertas hasta la mañana siguiente.

De no haberse encontrado Gorka en su habitación aquella noche, se habría hecho constar la incidencia en el registro. Su coartada, por lo tanto, quedaba confirmada.

Ander desayunó en una cafetería de camino hacia la comisaría. Un café con leche con un par de tostadas bien impregnadas en mantequilla y mermelada de melocotón.

Liberaría a Gorka, pero antes, le haría un par de preguntas. No te quejes, que no es de máquina; éste es de cafetera. El detenido se levantó como un cohete. No había oído abrirse la puerta de la celda. Se le veía asustado, bizqueaba y miraba a Ander con expresión de desconfianza.

Al final la necesidad venció al recelo. Agarró el vaso de café con ambas manos, le quitó la tapa y olió su aroma con parsimonia. Tenía el rostro magullado y un vendaje inmovilizaba su muñeca izquierda. Ander se puso en cuclillas frente al detenido.

Saltaba a la vista que la vida no había sido muy amable con él. No, señor. Tenía el rostro lleno de marcas, vestigios de cortes y golpes.

La erosión producida por el consumo excesivo de la heroína era muy evidente. Su cuerpo, enjuto, hacía que Ander pensará en él como en aquella ramita que está a punto de quebrar, expuesta a los vaivenes meteorológicos y a unos animales irrespetuosos; sin embargo, tras años de analizar el crimen y a sus actores, el inspector había aprendido a no descartar a nadie por su apariencia física.

El mal anidaba en recipientes variados. Se lo dijiste al otro inspector. Pero no a mí. Empieza, que no tengo todo el día. Gorka entornó sus ojos legañosos durante un instante. Luego habló. Ya sabe inspector, por allí pasa mucha gente.

Siempre cabe la posibilidad de que a alguno de ellos se le haya caído un fajo de billetes, ¿no? Éste continuó impertérrito y le replicó. Esos antebrazos tenían más agujeros que la tierra de nadie en Verdún—. Hace más de dos años que no pruebo nada duro; tan solo algún porrito de vez en cuando, ya sabe, inspector, no todo va a ser sufrimiento en este valle de lágrimas —dijo, mostrando dos hileras discontinuas de dientes mugrientos que parecían el teclado de Barenboim.

Ander asintió sin relajar su expresión severa. Hice un buen barrido tanto por el paseo como por los alrededores, sobre todo por la zona de rastrojos dónde, en ocasiones, algunos lanzan sus escombros cuando nadie los ve.

Fue allí donde encontré la cartera. Todo estaba lleno de porquería: latas, bolsas, pedazos de cerámica, algún hierro oxidado, lo de siempre. Pero nada de valor, eso se lo puedo asegurar, inspector. Ahora pasamos a la pregunta clave. Si la aciertas te llevas el bote del programa —dijo Ander—.

Piénsalo dos veces antes de contestar. Si quieres utiliza el comodín de la llamada, pero como intentes engañarme como lo hiciste con mi compañero, te juro que te hago pasar otros dos días aquí. El detenido hundió la cabeza entre sus manos. Hola —dice con una sonrisa cerrada y deslumbradora. Y yo me siento como mami queriendo sonreír tensamente y decirle que no moleste.

Y me preguntaba si te interesaría ir con nosotros a la playa. Sí, lo lobos, el tratado ¿es qué no te enteras Isabella? No me di cuenta, pero en ese momento mis gestos hablaban y mis pensamientos iban de compañía, Edward sonrío leve al verme, casi soportando la carcajada.

Entonces recordé que lee mentes. ㅤ ㅤ ㅤ ㅤ ㅤ Llegamos a la Push. Mike, Eric y Jess se cambian para ir a surfear, los hubiese seguido, pero el que me guste al mar no significa que sepa nadar, me gusta ver las olas y ese paisaje. Estaba en mi mundo cuando escucho una voz familiar, veo a Jacob junto a otros dos chicos igualmente con el cabello largo, supongo que es moda aquí.

Una imagen silenciosa aparece en mi mente, Bella iba tomada de la mano con un chico cabello negro y corto, se veía fuerte y ambos caminaban por la playa, pestañeé varias veces para volver a la realidad.

Es esta una muesca más en el revólver progresista de las batallas culturales, esas por las que, en nombre del avance de todas las causas honorables habidas y por haber, es imprescindible la fractura, romper con todo aquello que huela a tradición, renegar del pasado y hacerlo, además, con actitud revanchista.

No está de moda celebrar la Navidad. Otros creen que es una fiesta que ha quedado desvirtuada y vaciada de contenido al no ir acompañada de la fe de otros tiempos, mientras que los neopuritanos apuntan que la mercantilización de todos sus rituales la hacen execrable, especialmente en tiempos de colapso planetario.

El propio carácter dinámico de las celebraciones no permite hablar de una autenticidad originaria, menos todavía si recordamos que las celebraciones religiosas más antiguas se retrotraen en su origen a calendarios agrícolas acción de gracias por las primeras cosechas o las primeras crías, el tiempo de la siembra, el sol naciente después del solsticio de invierno No les faltaría razón, efectivamente, en lo referente a su origen.

Como explica Gelpi, Jesús no nació el 25 de diciembre: «Ni siquiera el dato que da Lucas al principio del capítulo 2 de su Evangelio, describiendo a unos pastores con su ganado pernoctando al raso, parece encajar con el invierno de la estepa de Belén », apunta la teóloga. Para que esto ocurriera, debieron darse una serie de circunstancias sociales, políticas y teológicas que únicamente podemos apuntar, con la retrospectiva que permite la Historia».

Se libra la batalla hoy, sobre todo, en el campo de los símbolos, de las representaciones. Así aparecen los belenes laicos. Serían estos, pese a la falta de consenso en la definición —e incluso de definición misma— representaciones navideñas, con perdón, alejadas de la estética del tradicional pesebre y con un sentido, por lo tanto, desconocido e inteligible.

Podría parecer, pues, casi abiertamente una burla, una sátira. Las iluminaciones se vuelven abstractas, los árboles se deconstruyen, los Reyes Magos se disfrazan de no se sabe muy bien qué —nunca te lo perdonaremos, Carmena—, las cabalgatas devienen en sambódromo invernal … El progresismo neopuritano, adanista y concienzudo, borra —lo intenta, al menos— toda huella de nuestro pasado.

Pero no son estos los primeros ataques a la festividad navideña a lo largo de la Historia. También durante la Revolución Francesa, y ni que decir tiene, de la Rusa , estuvo su celebración bajo el acecho de las autoridades».

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